en el campo, muy
gallardo,
se alzaba un vistoso
cardo
con su penacho de
tul,
y del rocío las
perlas
blanquecinas, lo
cubrían,
y nevadas se veían
las hebras de cardo
azul.
¡Qué contraste
caprichoso
en ese instante
ofrecía,
viendo que el sol
deshacía
aquel manto virginal;
y en finísima
llovizna
caer las gotas al
suelo
y tan azul como el
cielo
el cardo otra vez
quedar!
Acierta á pasar un
día
de la planta muy
cercana,
incauta niña, y ufana
al cardo se dirigió:
¡Que flor tan linda!
se dijo,
que bello color
ostenta,
es como el cielo, y
contenta
cortarla en vano
intentó.
Porque ¡ay! ella no
sabía
que el azul vivo y
hermoso
de ese cardo era
engañoso,
y á asirlo va cón
afán;
y estiende su nívea
mano
porque ella no se
imagina
que las agudas
espinas
ocultas tras él
están.
Toma la flor y al
instante
su blanca mano de
nieve
la separó, porque
aleve
aguda espina la
hirió:
y bañada por el
llanto
huyó la niña inocente
con la tristeza en la
frente
y herido su corazón.
Como ese cardo
engañoso
que con majestad
estraña
alza sus flores, que
baña
el rocío matinal;
así la triste
apariencia
vestida de hermosas
galas,
cierne sus siniestras
alas
ocultando la maldad.
Quilmes, Noviembre 1899
Versos de Isabel
C. Canavesi
(Textual de Revista “El Fogón” Nº
52 del 30/11/1899
Montevideo, R. O. del Uruguay)
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