viernes, 19 de abril de 2013

EL ARRIERO


Solo, solito su alma,
por esos montes radiantes
que visten las nubes crespas
de plata gris y albayalde,
el coya del altiplano
viene rumiando, sin hambre,
hojitas de coca verde
y coplas con muchos ayes.

¡Pachamama, Madre Tierra,
acompáñale, acompáñale!           

Va con su llama morena,
la de los ojos de jaspe,
detrás de sus borriquitos
cargados de sal en panes
y cuatro mantas de lana
de sus más lindos telares,
color de tordo azulado,
rojo caliente de sangre
y amarillo de los techos
de paja de sus aduares;
tonos de luz vespertina
que no ha copiado de nadie,
como que de ellos se tiñen
los gallardetes del aire
y la corona del inca,
de plumas, de los quetzales.

Suma la marcha del día
seis leguas de “¡dale y dale!”,
y la tropa ya va oliendo
la menta de los breñales,
y los belfos van temblando
de sentir el fresco cauce
del río que se aproxima
saltando en los manantiales
mientras brillan las luciérnagas
de las estrellas unánimes
y el silencio, como un poncho,
se tiende sobre la tarde.

¡Sombra blanca de las sierras,
deja que el viento se pare
para que duerma el arriero
sobre sus jergas de viaje!

Vio una cruz sobre una pirca
y se persignó al instante,
rezando en quichua su ruego
para salir de aquel trance.
¡Hay que andar veinte jornadas
desde la cumbre hasta el valle
para mercar sus pepitas,
sus yuyos medicinales
y los panes de sal gruesa
que trae la recua incansable!

“¡Madre mía, dame aliento
para llegar cuando aclare!”.

Después se acostó en un huaico
de los hondos peñascales,
junto a un cardón solitario
de flores de alas de ángel,
y en paz se quedó soñando
en sus cajas y en sus bailes.

¡Carnavalito, carnavalito,
cántale, cántale, cántale!

Versos de Gustavo Caraballo

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