Quizá le basten sus
perros
y su caballo, no
más,
cuando transita la
paz
campesina de los
cerros.
Por eso, al andar la
tierra,
parece dudar del
suelo
que pisa; porque su
cielo
se le ha quedado en
la sierra.
Hombre que monta sin
prisa
y se va -jinete al
tranco-
luciendo de un mismo
blanco
el pañuelo y la
sonrisa.
Le nace un aire
paisano
que se le entibia en
la voz
cada vez que nombra
a Dios,
con el sombrero en
la mano.
Cuando volviendo a
los cerros
la noche a poco lo
alcanza,
lo sigue siempre la
mansa
fidelidad de los
perros.
Y van el hombre y su
suerte
librados a las
estrellas
porque -al fin-
todas la huellas
son de la vida y la
muerte.
Versos de Horacio
Peroncini