y la casa, en paz, abierta,
aparece por la puerta,
muy si señor, el chingolo.
Viene en busca de una miga
o una paja de la escoba,
que, ciertamente, no roba,
porque la gente es su amiga.
Salta, confiado, al umbral,
y solicita permiso,
con un gritito conciso
como pizca de cristal.
El sol, con larga escobada,
lo desfloca en áureo estambre,
y en un transparente alambre
trueca su pata delgada.
Otro salto, y ya está adentro.
Y en el haz de sol avanza
pues no excluye su confianza
la idea de un mal encuentro.
Su ropita pastoril
a agracia un lindo copete.
(Si el cardenal es cadete,
él es conscripto gentil.)
Copa gris con caperuza;
camisa y corbata blancas;
chaleco café que en francas
negligencias se descruza.
Aunque trasluce su forro,
bien le sienta aquel modelo,
y un vivo de terciopelo
de orilla de negro el gorro.
Pálida espina de sol
pule su pico de cuerno,
y le brilla, ufano y tierno,
el ojillo de charol.
En la ladera de cuarzo
del camino que se ahonda,
bajo una mata redonda
anida de agosto a marzo.
Su cesto de cerda y paja
coloca al lado del Norte,
a fin de que así soporte
viento y lluvia con ventaja.
Y despintando el gandul
con artificios sencillos,
pone sus tres huevecillos
crispidos en fondo azul.
En la honda siesta de llama,
o en el crepúsculo frío,
su Curí…
curí qui quío…
alegra la áspera rama.
Y todavía a deshora,
cuando las noches son bellas,
al amor de las estrellas
sueña cantando la aurora.
Versos de Leopoldo Lugones
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