Si
no los olvido, si yo los aprecio,
es
porque merecen su propio derecho
hacerse
acreedores a un grato recuerdo
que
llevo indeleble grabado en el pecho.
Yo
los conocía aún sin conocerlos
por
simple reflejo de mis sentimientos.
Y
llevo en la sangre sus rasgos, sus gestos.
¿No
era mi padre acaso uno de ellos?
Lealtad
espontánea y noble franqueza,
corazón
gigante y mano dispuesta,
mano
que se brinda a quien la merezca,
que
nunca se niega, que siempre está abierta.
Y
si yo he nacido tan lejos de aquello
fue
porque el destino trazó así el sendero,
llevándose
lejos a un hijo del pueblo
de
aquel Somorrostro cantábrico y bello.
Si
él no pudo nunca cumplir su deseo
de
abrazar su gente, de volver a verlos,
yo
lo hice en su nombre, cumpliendo un decreto
con
sello sagrado y firma del cielo.
Pero
estad tranquilo que el noble bilbaíno
jamás
en la lucha reclino su frente,
y
entró decidido al duro destino
como
corresponde a todo valiente.
Frente
a los camino que encuentra al ser hombre
de
acuerdo a su estirpe elige el más bello:
tener
descendencia, dejarles un nombre
que
con solo oírlo infunda respeto.
Cumplió
como cumple un hijo nacido
en
tan digna casa, de tan noble vientre.
Porque
fue su madre un heroico ejemplo
de
esa eterna raza crisol permanente.
La
pampa argentina que al errante abraza
lo
acogió en su seno cuando vino guacho.
Como
a un hijo propio lo aceptó en su casa
y
ya para siempre guardó en su regazo.
Se
durmió en septiembre, soñando en un viaje
y
en una esperanza que se fue apagando,
llevaba
en su mente grabado el paisaje
de
su amada casa al pie del “Montaño”.
Versos de Ricardo Domingo Lejarza
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