Por
la senda angosta vienen los arrieros:
vienen
de los cerros,
bajan
lentamente, llenos de tristeza,
como
si en el lomo de esas flacas bestias
trajeran
un poco de sus muchas penas.
Entre
quebrachales
se
sienten los golpes de los guardamontes
y
el eco, a lo lejos, repite cansado:
Picaza, Barcina,
¡huellaaa, huellaaa, huellaaa!...
La
tarde ya tiende su poncho de sombra
sobre
las quebradas,
y
la brisa fresca golpea la frente,
tostada
en mil soles de largas jornadas
por
aquellas sendas.
La
tropilla sigue su marcha en silencio
y
de rato en rato se siente ese grito de:
Oscura, Bragada, ¡huellaaa, huellaaa, huellaaa!...
Una
vidalita cantan los arrieros
y
en su triste acento
también
una oscura tropilla de versos
golpea
sus cascos
contra
aquel angosto camino de piedra.
Nacen
con la noche
y
tienen murmullos del arroyo claro,
sollozos
de estrellas, perfumes del cerro.
Cantan
los arrieros
y
al duro chasquido de los latigazos
sigue
un destemplado
Picaza, Barcina,
¡huellaaa, huellaaa, huellaaa!...
Con
la vidalita, muere a la distancia
el
anochecido tropel de la recua.
Los
arrieros siguen su marcha en silencio.
Van
a Santa Bárbara,
guiando
en la noche más fría de invierno
aquella
tropilla de mulas ajenas.
Y
mientras la noche siente que se alejan
los
cerros repiten,
como
una esperanza que se va muriendo,
el
grito nocturno:
Picaza, Barcina,
¡huellaaa, huellaaa, huellaaa!...
Jesús Liberato Tobares - Ciudad de San Luis
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