Anduvieron todo el valle,
trepar
los cerros les toca.
Los
coyas del misachico
mascan
leguas en su coca.
Con
su sombrero redondo,
desfilando
por la puna,
mustios
y tiesos, parecen
habitantes
de la luna.
Un
coya el violín degüella,
la
voz se va adelgazando,
y
hasta no verla morir
lo
seguirá degollando.
Mientras
la caja repite
con
su golpear obstinado:
“haré un cajón, un
cajón
para el violín
degollado”.
Las
mozas y hasta las viejas
-es
tan seco el altiplano-
visten
de verde y de rojo
como
inventando el verano.
El
santo también es coya,
la
cara de asombro y cobre.
¡Quién
lo ha de ver milagroso
con
su ponchito tan pobre!
El
santo indio les permite
detenerse
en la meseta,
para
que dejen la coca
encima
de una apacheta.
La
procesión va llegando,
no
hay campana que lo indique,
aunque
al final de la cuesta
los
pechos ya son repique.
La
polvareda de nubes
dice
en el último pico,
que
van entrando en el cielo
los
coyas del misachico.
Versos de Julio César Luzzatto
(De Revista Nativa, 3er.bim/1955)