El
canto no es solamente
fervor
que se determina.
Es
también sed que se inclina
por
beber en la corriente.
Es
pétalo combatiente
y
es peñascal de oración;
ascua
de sangre, pasión
que
hundiéndose en cada cosa
desentierra
una dichosa
noticia
de corazón.
Cuando
el verano arrodilla
la
audacia de los maizales
y
agobia de pedernales
el
orden de la gramilla;
cuando
una boca amarilla
se
traga la sementera,
lo
que hace al campo una hoguera
y
a la tierra resquebraja
no
es el agua que no baja
sino
la gente que espera.
Si
la troje manifiesta
su
preñez, si el huerto ofrece
la
euforia que lo abastece
de
sombra y frutos en fiesta;
si
en una parva recuesta
la
alfalfa su resplandor
puedo
agrupar el calor
de
una sonrisa cansada
y
palpar con la mirada
la
cicatriz del sudor.
El
vendaval que se lleva
los
árboles a la muerte,
la
mano helada que vierte
su
sal en la siembra nueva,
la
espiga que se subleva
y
el surco que se demora
se
pierden en la agresora
vehemencia
de los abrojos
para
encontrarse en los ojos
de
la esperanza que llora.
Paren
las vacas, relata
la
tierra su alumbramiento;
y
aunque un hachazo sediento
crezca
en su negra fogata
hay
un sonido escarlata
y
hay un olor a vivir…
que
si el nacer y el morir
son
tiempos en el camino,
las
ansias del campesino
piensan
tiempos de reír.
El
canto puede ilustrar
con
sus alondras de fuego
los
ámbitos del sosiego
y
el sobresalto del mar.
Puede
reunir y hospedar
el
trueno con la azucena;
pero
si en él no resuena
la
gente con su esperanza,
sus
rosas en alabanza
tendrán
estambres de arena.
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