I
Un jinete sampedrino
venía de los bañados
cuando Juan Pueblo mateaba
bajo los talas del rancho.
-Güenos días, aparcero…
-Pa’ donde rumbea, paisano?
-Dicen que vienen los gringos
por la Güelta de Obligado.
Jué pucha con los ingleses
que riniegan del pasao,
y que áura se dan coraje
con los franchutes del brazo.
-Colijo que disprecean
los pueblos americanos…
-Los mandan no sé qué reyes…
-¿Entuavía son esclavos?
-Y vienen de las Uropas,
dicen, a cevilizarnos…
-¿Y allá por Inca-la-perra
hay hombres ansí de guapos
que presumen de caudillos
en el país de los gauchos?
-Güenos días, aparcero…
-Hasta la güelta, paisano.
Juan Pueblo se quedó solo.
Sintió calor en las manos.
Desató su malacara
de las riendas del arado,
descolgó la lanza vieja
de las cumbreras de palo,
caló la espada mohosa,
los trabucos herrumbrados
y la daga caronera;
recogió tientos y lazos,
enroscó “las tres Marías”
en las jergas del recado,
ciño chambergo de burro,
visitió su poncho pampeano,
calzó las botas de potro
con delantal aflecado,
cubrió de cualquier manera
las mataduras del zaino
y ajustó sobre la cincha
los estribos de venado.
Después soltó la perrada,
besó los gurises flacos,
monto, le sirvió la china
con el adiós, un amargo,
y callada, simplemente,
tomó la senda del bajo.
Y más allá del recodo
-cavilando, cavilando-
filtró palabras calientes
la pelambre de los labios:
-Dicen que vienen los gringos
por la Güelta de Obligado…
bajaba de los poblados.
Noventa bocas de fuego
venían desde el estuario,
y eran cuatro baterías
contra buques artillados
en un heroico suicidio:
“Rosas” y “Brown” en los altos,
“Mansilla” sobre las playas
y “Manuelita” de flanco.
Y como fieros vigías
y a manera de centauros
-centinelas de la Patria-
los jinetes colorados:
rastra, camisa, pañuelo,
gorro de manga ladeado,
mientras pintaba la escena
con azules y con blancos
el morrión de los Patricios
de los airosos penachos.
Al tiro de tres cadenas
el buque “Republicano”,
y unas cuantas formaciones
de milicos desarmados.
Noventa bocas de fuego
venían desde el estuario:
flameaban entre las drizas
los gallardetes robados.
Una voz rompió la niebla:
-¡Allí los tenéis, miradlos!
¡Recoged el desafío
de los herejes corsarios!
¡No dejéis que nos arríen
la bandera de Belgrano!
sin otra ley que la fuerza
de cañones y de barcos!
¡Que no pasen, compatriotas,
antes muertos que vasallos!
Y los aires repetían:
-¡Oíd el grito sagrado!
Noventa bocas de fuego
y el río quedó sin pájaros.
La lluvia de las granadas
-un huracán desatado-
taló sementeras, montes,
sauces, colinas sembrados.
Ceibos de lágrimas rojas
se desfloraban en llanto.
Y en la tierra redimida
doscientos cincuenta bravos,
de cara contra los juncos
o de espaldas en el barro,
sacrificaron la vida
-“antes muertos que vasallos”-
sin luz, sin nombre, sin rostro,
anónimos, ignorados.
Ángeles negros batían
sus alas entre los álamos.
cien marineros quedaron
hundidos como raíces
en la arena de los bancos,
o partidos en las toscas
como si fueran guijarros;
y en los taludes de greda
y en el fondo de los charcos,
sonaban aún los ecos
de los sables desgajados,
de los duelos singulares,
de los bramidos de mando:
“no pasarán, compatriotas”,
“a la carga, milicianos”,
“escuadrones, al ataque”
“antes muertos que vasallos…”
Y los aires repetían:
-¡Oíd el grito sagrado…!
La brisa litoraleña
limpió los últimos vahos
de la pólvora, del humo,
del incendio de los pastos,
del perfume de la sangre,
del sudor de los soldados.
Y cuando llegó la noche
y el río se fue llevando
como jangadas de muerte
mástiles, jarcias y paños,
arboladuras y amarras,
velámenes desgarrados,
insignias y banderines,
drizas, emblemas y trapos,
Juan Pueblo subió la loma,
se empinó sobre el caballo,
revoleó su poncho pampa
sobre la cruz del barranco,
y gritó desde la altura
con toda su voz de macho
cuatro palabras de macho
cuatro palabras hirvientes:
-¡Viva la Patria, barajo!
Versos de Orlando Mario Punzi